REFLEXIÓN «LA CONTRA». EL DOMINGO Nº 1186. 30 de mayo de 2021.
Jesús decía: “¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa, pero no sea Io que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mc. 14, 36)
“¡No recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá Padre!” (Rom. 8,15)
Una cosa es ser Dios y otra ser Abbá.
Dices “Dios” y se te llena la casa de teólogos, filósofos, obispos y hasta la Inquisición con sus calculadoras de herejes. “Dios” es una palabra demasiado contaminada para expresar a Dios.
Diciendo, en cambio, “Abbá” no sabes muy bien lo que dices (¿acaso lo sabe un niño cuando balbucea “papá”?) pero, hablando de Dios, es justo que sea así. Si supiésemos exactamente qué es Dios (como algunos creen que Io saben), qué Dios tan pequeño sería.
Solo sabes que “Abbá” es algo muy bueno, con una bondad que le viene de su bondad. Llamar a Dios “Abbá” es reconocer que todo lo que decimos sobre Dios es solo aproximación, excepto cuando lo pensamos a partir de lo que de más divino tiene el hombre: la bondad, la misericordia, la ternura.
Dios impulsa a disentir; “Abbá”, a comprender y a perdonar. Los hombres se enfrentan unos a otros en nombre de Dios; nunca podrían hacerlo en nombre de Abbá. Dios produce ateos; Abbá, hijos invitados a crecer (aunque, para crecer, haya que irse alguna vez de casa). Con Dios la gente tiende a sentirse esclava. En cambio, el espíritu de hijos que está dentro de nosotros grita: “Abbá”, aita.
Quizá por eso Jesús no nos enseñó a decir Dios, sino ABBÁ.