REFLEXIÓN «LA CONTRA». EL DOMINGO Nº 1268. 8 de octubre de 2023.
Charlaban aquellos dos amigos sobre el dinero que ganaban y uno le decía al otro: «Pues, chico, con lo que tú estás ganando deberás vivir como un príncipe. No entiendo en qué se te va el dinero.» Y el segundo amigo le respondió: «La cosa es bien simple: de todo lo que gano, invierto un tercio en pagar deudas; otro tercio lo coloco a buen interés para el futuro, y con el tercer tercio, vivo.» «¿Pero tantas deudas tienes? ¿Y qué interés es ese?», insistió el amigo. «Te lo explicaré: Tengo una deuda enorme con mis padres a quienes costé un dineral para pagarme la carrera y mantenerme mientras preparé oposiciones. Ahora ellos están mal y soy yo quien les sostiene» «¿Y los intereses?» «Es lo que invierto en la formación de mis hijos. Este es un capital un tanto arriesgado como cuando juegas en bolsa: puede que sea un fracaso y que a la larga no le produzca nada. Pero si tienes un poco de suerte, te aseguro que no hay dinero mejor invertido, por el hecho de hacer a unos hombres, porque esos hombres son mis hijos y porque, incluso, puede que me lo devuelvan dándome muchas alegrías el día de mañana.»
Esta conversación que cuento dice verdades como puños.
La primera es la deuda que todos tenemos hacia nuestros padres. Esa deuda que casi nadie reconoce y en la que raramente pensamos. Los padres tienen, claro, obligación de encargarse de la “educación de sus hijos. Pero esta obligación suya no hace menor la deuda por parte de quienes la reciben. ¿Cuánto más cómoda podría haber sido la vida de nuestros padres sin nosotros? ¿De cuántas cosas tuvieron que privarse para pagar nuestras medicinas, nuestros estudios, nuestras mismas diversiones?
Y la segunda gran felicidad es poder preparar con nuestro trabajo la felicidad de otros seres y no digamos si se trata de hijos. Regalar es siempre un regalo para el que regala.
Y no me digan ustedes que el noventa por ciento de los hijos serán el día de mañana conscientes de los esfuerzos que sus padres hicieron por ellos. Es verdad. Es triste, pero es verdad. La ingratitud es una de las espinas más crueles que lleva en su carne la raza humana y estamos acostumbrados a encontrar natural que nuestros padres se hagan cargo de nuestra educación y nuestros estudios. ¡Cuántos ancianos en la miseria no recibirán jamás ni el 10 por 100 de lo que en sus hijos invirtieron!
Y, sin embargo, agradecidas o no, son inversiones que deben hacerse y con gozo. Yo sé que de hecho los más de los padres no regatean jamás en lo que hay que gastar para sus hijos y que lo hacen sin preguntarse si un día eso será agradecido. Esta es una de las grandes cosas que tiene la raza humana: que el verdadero amor es siempre gratuito y sin espera de compensaciones.
Pero tal vez por eso (porque los padres son generosos por naturaleza; salvo algunos monstruos) tendrían los hijos que aguzar su conciencia para descubrir que esos intereses hay que pagarlos si uno quiere ser un hijo de verdad. ¿Qué vale la compra de un coche nuevo frente a una tarde de felicidad a unos padres?
Y si, encima, uno es cristiano, ¿cómo olvidar que Jesús no hablaba en broma cuando decía aquello de que al que da algo se le dará el ciento por uno? Esa sí que es una buena herencia.