Los discípulos describen de diversas maneras la experiencia que han vivido después de la muerte de Jesús y acuden a procedimientos diferentes para sugerir lo que les ha acontecido. Pero siempre vienen a decir lo mismo: Jesús vive y está de nuevo con ellos reavivando sus vidas.
Lo importante es que recuperan a Jesús como alguien que vive y viene a su encuentro. Todo lo demás pasa a segundo término. Lo que cambia totalmente sus vidas es esa presencia viva de Jesús al que habían perdido en la muerte.
Esta fue la experiencia fundamental de los discípulos y esta es siempre la experiencia pascual: encontrarnos de nuevo con un Cristo que vive en el interior mismo de nuestra vida poniendo esperanza nueva a todo. Experimentar que Jesús no es algo acabado sino alguien que sigue vivo impulsando nuestras pobres vidas hacia su plenitud.
Por eso, cuando escuchamos las palabras de Jesús recogidas por los evangelistas, no estamos escuchando el mensaje más o menos interesante de un líder ya difunto. Esas palabras están brotando hoy mismo del resucitado y nos llegan a nosotros con su primer frescor, como palabras que son «espíritu y vida».
Para quien cree en el resucitado, lo importante no es analizar lo que dice este predicador o lo que escribe aquel teólogo. Lo decisivo es escuchar a ese Cristo vivo que hoy nos sigue hablando desde lo hondo de nuestro ser: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta entraré en su casa» (Ap. 3,20).
Tal vez, nuestra mejor manera de vivir la Pascua es irnos desprendiendo de un Jesús visto sólo como un personaje del pasado y recuperar a Cristo como alguien vivo y operativo en nuestras vidas. Cristo resucita hoy para nosotros cuando, de alguna manera, podemos repetir las palabras de San Pablo; «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal. 2,20).
Por eso, lo más importante no es creer que Jesús, hace aproximadamente dos mil años, curó ciegos, limpió leprosos, hizo caminar a cojos o resucitó muertos. Lo realmente decisivo es experimentar que hoy Cristo nos enseña a ver la vida con otra profundidad, nos ayuda a vivir de manera más limpia y humana, nos hace caminar con esperanza y va resucitando en nosotros todo lo bueno. Cuando se produce una verdadera experiencia pascual, el creyente siente que una vida nueva se abre ante él. Entiende las palabras que el Apocalipsis pone en boca del resucitado: «Yo he abierto ante ti una puerta que nadie puede cerrar» (Ap. 3,8).