REFLEXIÓN «LA CONTRA». EL DOMINGO Nº 1196. 7 de noviembre de 2021.
El viernes estuve con mi abuela. Cuando la abrazo, me mira, me aprieta la mano y me sonríe. Rebusca en sus recuerdos, y ni la mente ni la palabra le salen al encuentro para ponerme nombre. Pero me mira y me sonríe.
Su vida desde hace algún tiempo transcurre entre las cuatro paredes de las casas de sus hijos, algún paseo en parajes que no recuerda, y los rostros, cercanos pero sin nombre, de quienes desde siempre tanto la hemos querido.
Ya no recuerda las cosas, las caras, ni los lugares. Los nombres y las palabras que quieren salir se atropellan en una boca que apenas articula tres palabras seguidas. Apenas sale, olvida hasta los movimientos, pero no quiere quedarse sola, o en otras manos. Busca y rebusca lo conocido, su gente y su lugar, supongo que en el anhelo de enraizarse en esas poquitas cosas que muy, muy dentro le dan algo de seguridad.
El viernes estuve con ella y, como siempre desde hace algunos años, con un nudo en la garganta la beso, le digo cosas al oído, le cuento cómo andan las cosas, y le agarro la mano, que se asienta temblorosa sobre la mía. Y también como casi siempre, ella balbucea algo que apenas entiendo. No sé si sabe quién soy, me reconforta pensar que sí, que en su mirada hay algo de la complicidad de entonces. Pero las dudas se evaporan, porque cuando la miro y le aprieto la mano, ella me mira y me sonríe.
Me cuesta aceptar que sigue siendo la misma, que detrás de su silencio y sus rituales, de ese “¡venga, venga…!” que murmura hacia ninguna parte, palpita mi abuela de siempre.
Me cuesta entender la forma en que han organizado su cuidado. Verla viajar de casa en casa, perdiendo por el camino la orientación, la memoria y la vida. Pero a pesar de todo, veo y respiro todo el cariño y el empeño que sus hijos e hijas ponen en su cuidado. A pesar de la pérdida de autonomía, de que las fuerzas también se van mermando, cada uno a su manera, la abrazan con su cuidado desde el fondo de su alma.
Me cuesta no hablar de ella en su presencia, como si fuera sorda o no estuviera. Me cuesta decirles a otros que ella está presente y que desde su silencio nos oye de otra manera.
Me cuesta oír a mis hijos decir que les quita los juguetes, y explicarles qué es lo que en este tiempo a ella le pasa. Les canto las canciones que mi abuela les tarareaba, y que solo los más pequeños albergarán en algún lugar de esa memoria que ya veo que de mayor baila, baila y baila.
Intento recuperar palabras y recuerdos, fotografiar todas sus miradas. Para atraparla entre mis papeles, para que viva más allá de mi memoria, para poder contarles a mis hijos cómo era su bisabuela.
El viernes estuve con ella. Rasqué la tarde y, con el cansancio de la semana y de la mano de tres de mis hijos, cené con mis padres, y también con ella. Sentada a su lado, obedecí instrucciones de mi ama y le fui partiendo, como a los pequeños, el huevo y las patatas. Y casi al final la invité a acabar el yogur, porque su mano ya no se levantaba.
Doy gracias a Dios que se me hace carne en mi abuela. Que me ha regalado la gracia de su vida, de su cariño, de su caricia, de su sonrisa, y sé que el viernes, y todos los días que me puedo regalar su muda compañía, Dios con ella, acaricia mi vida, me hace un guiño… me mira y me sonríe.