Diez razones para la alegría

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REFLEXIÓN «LA CONTRA». EL DOMINGO Nº 1237. 27 de noviembre de 2022.

El cristiano se alegra:

  1. Porque se siente inmensamente amado.
  2. Porque ha dado sentido a su vida, que no es otro que el amor.
  3. Porque nunca se siente solo. Vive siempre el gozo de la comunión, tanto hacia dentro -íntima comunión divina- como hacia fuera -gozosa comunión con los hermanos-.
  4. Porque ya no teme nada. Sabe que está en buenas manos, y se siente enteramente y constantemente protegido.
  5. Porque asegura el cumplimiento de su esperanza y deseos. Sabe de quién se fía.
  6. Porque se siente salvado. Posee ya las arras del Espíritu, “que a vida eterna sabe”.
  7. Porque convierte su trabajo en vocación.
  8. Porque puede iluminar sus realidades oscuras, como el sufrimiento, la limitación y el fracaso. Todo lo relativiza con gran sentido del humor.
  9. Porque está seguro que nada, ni sus pecados, le apartarán de su Absoluto, de su Amor. Por eso, sabe reírse de sí mismo.
  10. Porque gracias a Cristo, incluso la muerte se le convierte en Pascua. Es por eso el hombre de la mayor esperanza.

EL PORQUÉ DE NUESTRA ALEGRÍA

La fuente de nuestra alegría es más bien secreta y misteriosa. No viene, desde luego, de este mundo. EI cristiano goza más en el servicio que en el poder, más en la pobreza que en el confort, más en el anonimato que en el éxito. No es una alegría que tenga relación directa con el placer o la comodidad o la fortuna. Tampoco es cuestión de temperamento o de receta psicológica o de terapia vitalista. Está en las antípodas de la diversión prefabricada o del fármaco hedonista o de las euforias del alcohol. La alegría cristiana viene del Señor. Es un don o fruto del Espíritu.

POR EL AMOR

Todas las razones vienen a resumirse en una: el amor. Solo el que se siente amado y el que ama, puede vivir la intensa y grande alegría.

Lo que pasa es que no conozco nada del amor, y menos aún del amor de Dios. El amor no busca motivos para amar. El amor de Dios siempre es gratuito. La belleza y la perfección nunca es la causa del amor de Dios, sino el efecto. Su amor nos crea, nos recrea, nos deleita y nos santifica.