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“ATZEKO HAUSNARKETA”. JAUNAREN EGUNA 1240 zkia. 2022ko abenduaren 18a.

En vísperas de las fiestas navideñas, el Evangelio nos recuerda un hecho aparentemente intrascendente y sin importancia alguna para nosotros. A José se le indica que ponga a su hijo el nombre de Jesús (Yahvé salva), porque “él salvará a su pueblo de los pecados”.

Sin embargo, en la cultura hebrea, imponer el nombre al hijo era un acto de gran importancia pues significaba dar un sentido a la vida del niño.

En poco tiempo han cambiado profundamente entre nosotros los criterios para elegir los nombres que llevarán los hijos durante toda su vida.

Todavía hay quienes siguen poniendo a sus niños el nombre de su padre, su madre, sus abuelos o algún ser querido, siguiendo la tradición familiar.

La mayoría actúa de otra manera. Hay quienes se fijan sobre todo en la sonoridad de las palabras y buscan un nombre que suene bien, incluso aunque no contenga significado alguno.

Otros piensan en algo que evoque otros tiempos más arcaicos. Bastantes eligen un término que sugiera el mundo de la naturaleza o algún recuerdo entrañable para sus padres.

Más de uno recurre a cualquier nombre con tal de que quede lejos de cualquier influencia cristiana.

Pocos son los que, dejando de lado criterios tan ligeros y superficiales, se fijan en razones más profundas, sencillas y cristianas.

Durante muchos siglos los cristianos han elegido para sus hijos nombres de santos y santas, conocidos por su seguimiento incondicional a Jesucristo. Esta costumbre, hoy más desprestigiada, tiene, sin embargo, un hondo contenido.

Al atribuirle al niño este nombre, se le confía a un compañero de camino para toda su vida. Al mismo tiempo, se pone ante sus ojos un proyecto de vida que le sirva de ejemplo a seguir y de estímulo que aliente su vida cristiana.

Por otra parte, es una manera sencilla y honda de introducir al niño en la comunión de los hombres y mujeres que caminan hacia la vida eterna de Dios.

Vivimos en una sociedad que va perdiendo sus raíces cristianas. Muchos de nuestros jóvenes ya no llevan un nombre cristiano. No sabemos invocar a los santos.

Sin embargo, creyentes e increyentes, todos tenemos un nombre en el corazón de ese Dios que ha querido compartir nuestra vida. A todos y cada uno de nosotros nos conoce y nos llama por nuestro propio nombre.